viernes, 30 de diciembre de 2011

La esquina del juego

PARTE I

Pasado, presente, pasado.

La hora de la siesta en un barrio de clase media. Cuatro esquinas. La casa de mis abuelos maternos, mi casa, la casa de Mingo, el carnicero y el campito en el extremo final como formando una cruz del sur que me llevaría años más tardes, premonitoriamente, hacia sur.

El campito, el lugar deshabitado jurisdiccionalmente pero habitado en las tardes por un grupo de chicos y chicas que lo convertíamos en campo de juegos, era lugar de reunión para la toma de decisiones. Era la esquina de mi casa o era el campito. De ahí se decidía como en una cofradía, como en un ritual, el destino de aventura diario: el parque, la plaza, la tapera, el cementerio o la casa abandonada. Se votaba y se iba donde ganaba la mayoría. Recuerdo que corrompía a dos varones para que votaran el mismo destino que yo y luego les “pagaba el favor” con figuritas, canicas, chicles jirafas o ranitas de chocolate. Qué raro, nunca me pidieron un beso. Pasado, presente, pasado.

El cuerpo, la movilidad, la transpiración, las caídas, los golpes, las raspaduras de codos y rodillas, los moretones en las tibias, las pinchaduras con espinas y rosetas, la ortiga ácidamente sacudiéndonos las piernas. Nos gustaba, casi masoquistamente, era la marca del haber hecho, la marca del formé parte de eso. La naturaleza en contacto directo literal con los cuerpos. El verde es mi color favorito. Éramos un equipo vital desarrollándonos en plena sintonía con el espacio abierto, vegetal.

Nos dirigíamos los unos a los otros a través de la palabra y del sonido: el grito, el chiflido, la palabra secreta, el código, la onomatopeya. Nos tocábamos el timbre o golpeábamos las manos en la puerta de la casa. Nos buscábamos corporalmente; con el significado de poner el cuerpo en el juego y todos jugábamos. El quemado, el elástico, la rayuela, la mancha, la escondida, el ring raje, la trepada a paredones y árboles, la soga, la payana, el yoyo, las andadas en bicis y patines. El cuerpo fuera de sí. El cuerpo puesto en movilidad. Salga como salga. Se mueva como se mueva. No había vergüenzas, ni competencias impúdicas. Todos jugábamos a ser.

La vereda hoy tiene las mismas marcas y quizás otras. Hace un tiempo viajé a esa esquina y constaté que nuestros nombres siguen escritos. El jeroglífico de la infancia, década del 80.

15:15 hs

que así te pienso

irrepetidamente

tintineante

en mi corteza cerebral

que así te espero con

ramos de mis manos

entalldas de flor

que así te aguardo

patente detrás de

la misma puerta

cuando se cerró golpeante

rebotando

en este tórax

que de pieles

se viste

y se adormece latiendo

que así me veo

para vos, que así las luces

en acción

de neón no se apagan

que ya no encuentro ...

Soledad

me falta una soledad más

si, porque conté bien

y me falta una

y el que la encuentre

por ahí dígale

por favor

que vuelva

la necesito

la extraño

sin ella me siento

sola

muy sola

soledad, si me estás escuchando

volvé, prometo

no hacerte más a un lado

prestarte mis musculosas

y mis zapatillas de lona

no te voy a hacer callar más

está bien, si, ya sé

me gusta hablar a mi y tener la razón

pero es verdad lo que vos me decís siempre

antes de que vos llegaras

yo ya estaba sola

pero ahora que te fuiste

¿qué voy a decir?

volveme en mí

vente conmigo...

soledacita...

Notas para un veredicto

En un paredón descascarado y con la insignia política del PC, hay un esténcil de una mujer de los años `40 diciendo “chúpenla” en letras cursivas. Rosa Ceballos pasa por allí todas las mañanas después de barrer las calles. Con los ojos moretoneados. Llora para adentro. No quiere llegar a su casilla, no quiere ver a sus hijos. No quiere más al Roberto.

La sombra de su sombra la abandona, las manos turbias en su cuello, puños ebrios son su desayuno. “Quiero un desayuno americano”-pensaba- mientras recibía los acordes graves del instrumento más desafinado. Crecía, adentro, un solo de Mozart, volumen in crescendo, “escuché esto alguna vez”- dijo - y con la valentía que le valió la vida, le explotó la cabeza al Roberto con una pala de jardín.

“Chúpenla”- masculló- santificada.